Wednesday, October 10, 2007

Ella es chavela vargas

Soy Isabel Vargas Lizano y vine a este mundo el 17 de abril de 1919 en Costa Rica. Y el mundo era un pueblo del cantón de San Joaquín de Flores, en la provincia de Heredia, al norte de la Capital. Mi vida comenzó en aquel país pequeño, en un pueblo pequeño y en un pequeño mundo. Yo misma tengo una figura pequeña, y acaso esta pequeñez me haya obligado a ir dejando por esos caminos el alma que mi cuerpecito no podía cargar. Me gusta decir que mi pueblo era tan pequeño que sólo cabíamos una vaca y yo. Adoraba a aquella vaca, de ella tomaba la leche; era mi amiga del alma.
A mis abuelos no los conocí, y a mis padres, más de lo que hubiese querido. Mi madre se llamaba Herminia, y mi padre, Francisco. Tuve cuatro hermanos, Alvaro, Rodrigo, Ofelia y... no me pregunten por los muertos: era muy niña y la tos ferina la mató en San Salvador. Y puesto que he de decirlo casi todo, lo diré: mis padres no me querían. Yo lo sufrí: ni espero que lo comprendan ni que me compadezcan. Bastante he tenido con los psiquiatras; no me molesta reconocer la amargura de mi infancia, pero me enoja que traten de hacerme creer que no pudo ser de otro modo. “Olvide lo pasado”, me dicen. “Olvida lo pasado y vuelva a pensar que su infancia no fue como ha creído. No pudo ser de otra forma. Tómelo así”. Este tipo de enredos es lo que yo llamo babosadas. Es bien fácil decir: “olvide lo pasado”, como si estuviera en nuestras manos dejar atrás la historia y no cargarla como un fardo repleto de amargura. Es un peso agotador. Es bien fácil volver loca a una mujer y confundirla hasta el punto de que no sepa qué ha vivido, qué fue real y qué imaginado. Entre un psicólogo y un chamán hay cinco mil leguas. El chamán te cura con esperanza, con amor. El otro te retaca de medicinas. Ahorita quieren que me tome una píldora para que se me quite lo que traigo en el alma... A un psiquiatra de España le dije: “Usted me verá loca. Sí, es que lo estoy, pero no quiero que me lo quite con ansiolíticos. Déjeme usted loca”. Recuerdo que fue a una actuación y vino al camarín para felicitarme, tembloroso y llorando de emoción. Al cabo de un mes se murió, y en Madrid dijeron que Chavela había matado al psiquiatra. ¡Ah, no! ¡Se murió él solito!

Déjenme de psiquiatras y psicólogos. Yo sé lo contaré todo. A los dolores del alma habrían de añadirse los del cuerpo, y los chingadazos comenzaron bien pronto. No bastaba con haber nacido en un rincón apartado, no bastaba ser miserable, no bastaba haber nacido niña y, por tanto, haber nacido para el desprecio y la explotación. La primera en llegar fue la poliomielitis. Estuve en una silla, cargada con unos fierros que inventó el herrero, hasta que todo aquel cuerpecito se cubrió de llagas... ¡Bien pronto se olvida el dolor si los dioses te salvan! Llegaron los chamanes; no puedo decir por qué los llamaron y quién decidió que fueran ellos los que trataran de evitarme aquel calvario. Como fuere, los magos me envolvían en las frescas hojas de los plátanos y así pasaba un poco la agonía; las hojas verdes de los plátanos tienen curare, y el curare o te mata o te da la vida. También me dieron una pomada que fortaleció mispiernas, mis músculos y tendones y pude hacer el camino. Además, mis ojos nacieron enfermos, y puede decirse que vino al mundo medio ciega. “Esta niña no ve”, decían. Pero, como los espíritus protectores, ahí estaba de nuevo los chamanes, con sus hierbas y su misterio. Los doctores me habían puesto nitrato de plata en los ojos para secarlos y que la infección no se comiera la carne. “Háganle lo que quieran a esta muchachita a ver si se compone”. Los brujos vinieron y apartaron a los médicos: “No, no, así no. A esa niña déjenmela, que yo masticaré unas hierbas y se las escupiré en los ojos”. Aquel hombre vagaba por la selva, recolectaba sus hierbas y las masticaba, y después me escupía en los ojos hasta que fueron curándose. Aplicaron su sabiduría milenaria para salvar los ojos de una niña condenada al olvido. Los chamanes aplicaron zábila en mis párpados. Era un remedio indio muy doloroso: la zábila destila un líquido azul que abrasa los ojos, pero acabaron sanando. Después vino un herpes, una enfermedad extraña, y más tarde... todo lo demás.
Mis padres se divorciaron siendo yo muy niña, así que la familia acabó pareciéndose a un grupo de personas que se conocían, pero no se amaban. Mi padre era un señor muy decente y un modelo de educación: se gastaba todo su dinero con las mujeres; la pequeña fortuna heredada quedó en casas que les ponía a las viejas, y todo lo que negaba a la familia lo despilfarraba en sus amoríos. Todos los negocios resultaron desastrosos. Después se empleó en el gobierno, se hizo comandante en una zona minera, pero el sueldo era miserable, y entonces comenzaron los reproches y las desavenencias con mi madre.

Ella era medio chambona: en su casa familiar de San José había tenido criados, y jamás supo atender la casa ni nunca puso sufrir la vida en el campo. No sabía cómo lavar las sábanas, ni traer agua ni arrear el ganado. Yo la recuerdo como una señora vestida de negro que no me quiso. No era cariñosa, al menos conmigo. Era una neurótica hipocondríaca, a veces con razón, porque siempre estuvo enferma. Decía que el extraño color cobre de su piel era “por las suprarrenales”. Mi padre la encontró una vez en la cama con un señor y sólo le dijo: “Que Dios te lo perdone”. Que Dios se lo perdonara o no es cosa que poco importa aquí. La enfermedad acabó haciendo presa en ella y un cáncer espantoso le comió las entrañas. Sufrió mucho y yo hice cuanto pude por aliviarle aquella agonía.

Yo no sé si su historia de amor se quebró porque eran muy iguales o porque eran muy distintos, o porque la vida es como es y no da más de sí. Saber por qué se casaron resulta hoy casi un misterio. El divorcio de mis padres fue un escandalito de la época, y ¡vaya si se lo echaron! Se separaron para toda la vida: no podían soportarse. La cosa es que allí se rompió la familia. Mi hermana pequeña, Ofelita, y yo fuimos con mi madre a San José, la capital de Costa Rica, y no puedo decir que aquel lugar me gustara. Más bien me pareció horrible. Mis hermanos, Alvaro y Rodrigo, ya no vivían en casa: estuvieron trabajando en la compañía bananera de Estados Unidos, la United Fruit Company; este tipo de empresas expoliaba en aquellos años la zona y tenía gran auge.
Es más que cierto y lo diré cuantas veces me plazca, que viví con mucho desamor, que no me quisieron, que la familia era un nido de soledades, que desde niña aprendí a defenderme a la fuerza, que el mundo es un mortero y que hay que ser muy duro para que los golpes no te desmenucen. Y de todo ello tuve una prueba cierta muy pronto. Al poco me enviaron a la finca de mis tíos, que Dios tenga en el infierno. Esos eran los cariños de mi madre: alejarme de su presencia y enterrarme en un lugar en el que no conocía a nadie. Mis tíos, Ascención, Tomás y Juan, y la docena larga de primos que vivían allí sentían la misma indiferencia que yo sentía por ellos. Ni los conocía ni me importaba conocerlos. Sus modos de vida, sus palabras, sus gestos no eran los míos. Me levantaban temprano y me ponían a cortar café. Otras veces íbamos a las naranjales y echábamos allí el día, desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde. Recogía 4000 o 5000 naranjas diarias para mandar al mercado. No le tuve miedo al trabajo. Los niños de Latinoamérica, si alguna vez pueden leer estas líneas, sabrán lo que digo. Digo de golpes y de humillaciones, digo de abandono y desprecio, y digo del miserable acto de explotar a criaturas que sólo desean llegar a mañana. Y el que tenga estómago, que lo aguante.

Así, no esperen que cante lo que no puedo cantar. No tuve la mesa puesta, ni sábanas de hilo, ni me decían: “ven, que yo te quiero”. De modo que ni el mundo me quiso ni yo quise al mundo. Me dejó sentir los miedos de la soledad y tuve que armarme de coraje: ya sé que por ello me llaman valentona, indomable y arrogante, retadora como filo de puñal, pero jamás he odiado a nadie porque el odio acaba consumiendo la sangre, y odiar, como se dice en América, me friega mucho. Pero el rencor, la vergüenza, la conciencia del fracaso, aquella primera infelicidad se me metieron en las venas y recorrieron mi cuerpo hasta abrasarme. “Si paso por ahí”, me decía, “arranco la pared”. Ese era el coraje que yo tenía. Los nicaragüenses comparan a ciertas personas de carácter rebelde con los caballos chúcaros, que no se dejan poner la silla de montar. Y a mí me gusta decir a veces que soy muy chúcara.
La familia no cuidó de mí, así que, como todos los muchachos del campo en América, tuve que procurarme mi propio cuidado. Nos enseñaban a utilizar armas; primero, una pistolita 22, chiquita, y después una pistola 45. Se aprende que el arma mata y que hay que saber usarla, porque es para matar. Mi infancia fue tan solitaria que aquellas armas me hacían compañía; aprendí a utilizarlas para matar culebras de los excusados. No digo más.
Habrá quien espere que hable aquí de camisones y acostones, y quien busque la lista de mis amantes, de las mujeres que me amaron y a las que amé. Pero éste no es el lugar; para ellos escribiré una carcajada de libro que se titule “Vida de la Vargas fornicando ante el sagrario” o aun mejor: “A Chavela, la mamá del condón”. En ese libro encontrarán lo que buscan, pero no estaré yo. De todos modos, creo que se dieron cuenta de que yo era homosexual desde muy niña. Entre otras razones, porque siempre andaba detrás de la hija de la cocinera. Y mis padres, mis hermanos, mi familia, los conocidos y muchos desconocidos utilizaban para mi homosexualidad la palabra “rareza”. Yo era un ser raro, una persona rara. Lo que cierto es que no me gustaba jugar con las niñas, ni me interesaba entretenerme con muñecas, ni andar de acá para allá con los cacharros. Prefería los rifles, las pistolas, las piedras y fingir que andábamos en guerra”.

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